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LA CIENCIA ENCUENTRA A DIOS

("Newsweek" 27.7.1998; págs.44-49. Sharon Begley)
Podría suponerse que cuanto más profundamente miran los científicos dentro de los secretos del universo, más se desvanece Dios de sus corazones y sus mentes. Pero eso no es lo que ocurrió con Allan Sandage.
Ligeramente encorvado en la actualidad y con el pelo canoso, a sus 72 años, Sandage ha pasado toda su vida profesional arrancando secretos a las estrellas, mirando curiosamente a través de telescopios desde Chile a California con la esperanza de espiar nada menos que los orígenes y el destino del universo.
Como muchos otros astrónomo del siglo XX, Sandage halló lo que buscaba: sus observaciones de estrellas distantes mostraron la rapidez con la que se expande el universo y la edad que tiene (unos 15 mil millones de años). Pero a medida que lo hacía, a Sandage, que dice haber sido casi un ateo práctico de pequeño, le importunaban misterios cuyas respuestas no podían encontrarse en la panoplia centelleante de las supernovas. Entre ellos: por qué existe algo en lugar de la nada.
Sandage empezó a desesperar de dar respuesta a tales incógnitas usando solamente la razón; y así, a los 50, él mismo quiso aceptar a Dios. Fue mi ciencia la que me condujo a la conclusión de que el mundo es mucho más complicado de lo que puede explicar la propia ciencia, dice. Es sólo a través de lo sobrenatural como puedo entender el misterio de la existencia.
Algo sorprendente está sucediendo entre esos dos viejos caballos de batalla, ciencia y religión.
Históricamente, han basculado entre el apoyo mutuo y la amarga enemistad . Aunque la doctrina religiosa fue la comadrona del nacimiento del método experimental hace siglos, la fe y la razón pronto separaron sus caminos. Galileo, Darwin y otros, cuya investigación puso a prueba el dogma de la Iglesia fueron tachados de herejes, y el camino cortés para reconciliar ciencia y teología fue simplemente el acordar que cada una cumpliría con su propio reino: la ciencia preguntaría, y respondería, cuestiones empíricas como "qué" y "cómo"; la religión lo haría frente a lo espiritual, preguntándose "por qué".
Pero en el momento en que la ciencia creció en autoridad y poder al iniciarse la Ilustración, este equilibrio se vino abajo. Algunas de sus más grandes mentes desestimaron a Dios en la idea de que constituía una hipótesis innecesaria, una vez que no necesitaron explicar cómo las galaxias llegaron a brillar o cómo la vida creció tan compleja.
Puesto que el nacimiento del universo podía ser explicado ahora solamente por las leyes de la física, el fallecido astrónomo ateo Carl Sagan concluyó que no había nada que un Creador pudiera hacer, y cualquier persona racional estaba forzada por tanto a admitir la ausencia de Dios. Así desprecia actualmente la fe la comunidad científica, dice Sandage, de modo que hay desgana a la hora de reconocer que uno es creyente, siendo tan severo el oprobio.
Algunos clérigos no son más tolerantes con los científicos. A un investigador, compañero y amigo de Sandage, le dijo un pastor: A menos que aceptes y creas que la Tierra y el universo tienen solamente 6000 años [como de una lectura literal de la Biblia se desprende], no puedes ser cristiano. Apenas sorprende el que la gente de fe esté resentida con la ciencia: al reducir el milagro de la vida a una serie de reacciones bioquímicas, al explicar la Creación como un hiccup ['hipo' en sentido figurado] en el espacio-tiempo, la ciencia parece socavar la creencia, dejar sin sentido a la existencia y quitarle al mundo el asombro espiritual.
Pero ahora teología y ciencia están entrando en una nueva relación, dice el físico convertido en teólogo Robert John Russell, que en 1981 fundó el Centro para la Teología y las Ciencias Naturales de la Graduate Theological Union en Berkeley. Antes que socavar la fe y el sentido de lo espiritual, los descubrimientos científicos les están brindando apoyo, al menos en las mentes de la gente de fe. La cosmología del Big-Bang, por ejemplo, leída en su día en el sentido de que no dejaba lugar para un Creador, ahora implica para ciertos científicos que hay un designio y un propósito detrás del universo. La Evolución, dicen algunos científicos teólogos, nos suministra indicios para descubrir la verdadera naturaleza de Dios. Y la teoría del caos, que describe procesos tan vulgares como los modelos del tiempo atmosférico y el goteo de los grifos, está siendo objeto de una interpretación que la valora como una puerta que se abre para que Dios actúe en el mundo.
De Georgetown a Berkeley, los teólogos que abrazan la ciencia, y los científicos que no pueden soportar el vacío espiritual del empirismo, están fundando institutos que integren a ambos. Libros como Ciencia y Teología: La nueva consonancia y La creencia en Dios en un época de ciencia, están acelerando el proceso. Un simposio en junio sobre "La ciencia y la búsqueda espiritual", organizado por el CTNS de Russell, atrajo a más de 320 asistentes de pago y a 33 conferenciantes, y el otoño que viene saldrá a la luz un documental PBS sobre la ciencia y la fe.
En 1977 el premio Nobel de física Steven Weinberg de la Universidad de Texas dejó oír una nota de desesperación que se hizo famosa: cuanto más comprensible se ha vuelto el universo a través de la cosmología, escribió, más parece que no tenga sentido. Pero ahora es la misma ciencia que "mató" a Dios la que está, a los ojos de los creyentes, restaurando la fe.
Los físicos han tropezado con signos de que el cosmos está hecho a medida para la vida y la conciencia. Resulta que, si las constantes de la naturaleza –números invariables como la fuerza de la gravedad, la carga de un electrón y la masa de un protón- fueran mínimamente diferentes, los átomos entonces no se sostendrían juntos, las estrellas no arderían y la vida nunca habría podido aparecer. Cuando te das cuenta de que las leyes de la naturaleza deben estar increíblemente bien afinadas para producir el universo que vemos, dice John Polkinghorne, que tuvo una brillante carrera como físico en la Universidad de Cambridge antes de ordenarse sacerdote anglicano en 1982, eso conspira para infundir la idea de que el universo no simplemente ocurrió, sino que debe haber un propósito tras él.
Charles Townes, que compartió el premio Nobel de física en 1964 por su descubrimiento de los principios del láser, aún va más allá: Muchos albergan la impresión de que la inteligencia debe haber estado envuelta de alguna manera en las leyes del universo.
Aunque la propia racionalidad de la ciencia es sentida a menudo como enemiga de lo espiritual, aquí también, una nueva lectura puede sostener la creencia antes que destruirla. Desde Isaac Newton, la ciencia ha proclamado un claro mensaje: el mundo sigue reglas, reglas que son fundamentalmente matemáticas, reglas que los humanos pueden comprender. Los seres humanos inventan las matemáticas abstractas, básicamente fabricándolas a partir de su imaginación, así resulta que las matemáticas describen mágicamente el mundo. Los matemáticos griegos dividieron la longitud de la circunferencia por su diámetro, por ejemplo, y obtuvieron el número pi, 3.14159... . Pi aparece en ecuaciones que describen partículas subatómicas, la luz y otras magnitudes que no tienen conexión obvia con los círculos. Esto apunta, dice Polkinghorne, a un hecho muy profundo sobre la naturaleza del universo, es decir, que nuestras mentes, que inventaron las matemáticas, se ajustan a la realidad del cosmos. De alguna manera estamos sintonizados a sus verdades. Desde que el pensamiento puro puede penetrar los misterios del universo, esto parece estar diciéndonos que algo acerca de la conciencia humana está en armonía con la mente de Dios, dice Carl Feit, un biólogo investigador del cáncer en la Yeshiva University de Nueva York, y estudioso del Talmud.
Para muchos fieles, un sentido de lo divino como una presencia invisible detrás del mundo visible es tanto mejor, pero lo que ellos realmente añoran es un Dios que actúe en el mundo. Algunos científicos ven una oportunidad para este Dios en el nivel del quanto o de los acontecimientos subatómicos.
En este mundo espectral, la conducta de las partículas es impredecible. En el que probablemente sea el ejemplo más famoso, un elemento radiactivo podría tener la mitad de vida de, digamos, una hora. La mitad de vida significa que la mitad de los átomos en un ejemplo se descompondrán en ese tiempo; la otra mitad no. Pero ¿qué pasa si tú tienes solamente un único átomo? Entonces, en una hora, tiene un 50-50 por ciento de posibilidades de descomponerse. ¿Y qué sucede si el experimento se prepara de modo tal que si el átomo se descompone, descarga gas venenoso? Si tienes un gato en el laboratorio, ¿estará el gato vivo o muerto después de que la hora finalice? Los físicos han descubierto que no hay forma de determinar, ni siquiera en principio, lo que el átomo haría. Algunos científicos teólogos ven este motivo de decisión -¿se descompondrá el átomo o no? ¿Vivirá el gato o morirá?- como aquél donde Dios puede actuar. La mecánica cuántica nos permite pensar en una acción divina especial, dice Russell. Incluso mejor, ya que pocos científicos toleran los milagros.
Una ciencia más reciente todavía, la teoría del caos, describe fenómenos como el tiempo atmosférico y algunas reacciones químicas cuyas consecuencias exactas no se pueden predecir. Podría ser, dice Polkinghorne, que Dios selecciona qué posibilidad es la que llega a convertirse en realidad. Esta acción divina tampoco violaría las leyes físicas.
La mayoría de los científicos todavía aparcan su fe, si es que la tienen, en la puerta del laboratorio. Pero, así como la creencia puede hallar inspiración en la ciencia, también los científicos pueden encontrar inspiración en la creencia. El físico Mehdi Golshani de la Universidad Tecnológica Sharif en Teherán cree, partiendo del Corán, que los fenómenos naturales son señales de Dios en el universo, y que estudiarlos es casi una obligación religiosa. El Corán exige a los humanos viajar por el mundo, y ver entonces cómo Él inició la creación. La investigación, dice Golshani, es un acto de adoración, en el que aquélla revela más maravillas de la creación de Dios.
La misma tendencia recorre el judaísmo. Carl Feit cita a Maimónides, quien dijo que el único camino para llevar a cabo el amor de Dios es comprendiendo las obras de su mano, el universo natural. Saber cómo funciona el universo es crucial para una persona religiosa porque éste es el mundo que Él creó. Feit no está solo. Según un estudio hecho público el año pasado, el 40 por ciento de los científicos americanos cree en un Dios personal: no meramente en un poder y una presencia inefables en el mundo, sino en una deidad a la que pueden rezar.
Para Joel Primack, astrofísico en la Universidad de California, Santa Cruz, practicar la ciencia tiene incluso una finalidad espiritual –es decir, que proporciona inspiración. Resulta, explica Primack, que la mayor magnitud imaginable, el universo entero, es 10 con 29 ceros detrás (en centímetros). La más pequeña describe el mundo subatómico, y es 10 con 24 ceros (y un decimal) delante. Los seres humanos estamos justo en el medio. ¿Nos devuelve esto acaso a un lugar privilegiado? Primack no lo sabe, pero lo define como una cosmología que satisface al alma.
Aunque los científicos escépticos proclaman que la ciencia no tiene necesidad de la religión, los teólogos avanzados creen que la religión necesita a la ciencia. La religión es incapaz de hacer persuasivas sus afirmaciones morales o su efectivo confort espiritual a menos que sus afirmaciones cognitivas sean creíbles, arguye el físico y teólogo Russell.
A pesar de que más del 90 por ciento de los americanos cree en un Dios personal, son menos los que creen en un Dios que divide mares, o crea especies una por una. Para hacer relevantes en una época de átomos y ADN a religiones forjadas hace milenios, algunos teólogos están incorporando el conocimiento obtenido de las ciencias naturales a la formación de las creencias doctrinales, afirma Ted Peters del Pacific Lutheran Seminar. De lo contrario, dice el astrónomo y sacerdote jesuita William Stoeger, la religión corre el peligro de ser vista como un anacronismo por gente incluso mínimamente versada en ciencia.
La ciencia no puede probar la existencia de Dios, y mucho menos espiarlo al final de un telescopio. Pero para algunos creyentes, aprender acerca del universo ofrece indicios sobre lo que Dios podría ser. Como dice W. Mark Richardson, del Centro para la Teología y las Ciencias Naturales, Es posible que la ciencia no sirva como testigo ocular del Dios Creador, pero sí como un testigo cualificado.
Irónicamente, es justo en los trabajos sobre la evolución donde hallamos un lugar idóneo para rastrear el papel de Dios. Arthur Peacocke, un bioquímico que se hizo sacerdote de la Iglesia de Inglaterra en 1971, no tiene nada en contra de la evolución. Al contrario: encuentra en ella signos de la naturaleza de Dios. A partir de la evolución, infiere que Dios ha elegido limitar su omnipotencia y su omnisciencia. En otras palabras, es la aparición de las mutaciones aleatorias y de las leyes darwinianas de la selección natural actuando sobre esta "variación" lo que causa la diversidad de la vida en la Tierra. Este proceso sugiere una divina humildad, un Dios que actúa de modo autosuficiente para el bien de la creación, dice el teólogo John Haught, que fundó el Centro de la Universidad de Georgetown para el Estudio de la Ciencia y la Religión. Él llama a esto la humilde retirada de Dios: como un padre amoroso que deja a su hijo ser y desarrollarse libremente y sin interferencias, así Dios deja a la creación hacerse a sí misma.
Sería una exageración decir que un pensamiento teológico tan sofisticado está rehaciendo la religión al nivel de la parroquia local, la mezquita o la sinagoga. Pero algunas de estas ideas hallan eco en el clero y en los fieles ordinarios. Para Billy Crockett, presidente de Walking Angel Records, en Dallas, los descubrimientos de la mecánica cuántica refuerzan su fe en que hay mucho de misterio en la naturaleza de las cosas. Para otros creyentes, la valoración de la ciencia profundiza la fe. La ciencia me produce una tremenda admiración, dice la hermana Mary White, del Centro Benedictino de Meditación en St.Paul, Minn. La ciencia y la espiritualidad tienen una meta común, que es la búsqueda de la verdad. Y si la ciencia todavía no influye mucho en el pensamiento y en las raíces de la práctica religiosa, es sólo cuestión de tiempo, diceTed Peters del CTNS. Al igual que el feminismo andaba hurtadillas en las iglesias y ahora está dando forma a la liturgia, predice, dentro de 10 años la ciencia constituirá un factor importante en la forma de pensar de la gente religiosa.
No todos creen que ésa sea una idea tan excelente. La ciencia es un método, no un cuerpo de conocimiento, dice Michael Shermer, director de la Sociedad de Escépticos, que se dedica a desmontar elucubraciones acerca de lo paranormal. Es posible que no tenga nada que decir sobre una u otra forma de plantearse la existencia de Dios. Se trata de realidades diferentes, sería como usar estadísticas de béisbol para probar una controversia de fútbol.
Otra dificultad lo constituiría el hecho de que los seguidores de credos diferentes –como los ortodoxos, los judíos, los anglicanos, los cuáqueros, los católicos y los musulmanes que hablaron en la conferencia de junio en Berkeley- tiendan a encontrar en la ciencia la confirmación de lo que su religión particular les ha enseñado ya.
Tomemos el difícil concepto cristiano de Jesús como completamente divino y humano a la vez. Resulta que esa dualidad tiene un paralelo en la física cuántica. En los primeros años de este siglo, los físicos descubrieron que entidades imaginadas como partículas, como los electrones, pueden actuar también como ondas. Y la luz, considerada una onda, puede en ciertos experimentos actuar como un bombardeo de partículas. La interpretación ortodoxa de esta extraña situación es que la luz es, simultáneamente, onda y partícula. Los electrones son, simultáneamente, onda y partícula. El aspecto de la luz que uno pueda ver, la cara que un electrón ofrece a un observador humano, varía con las circunstancias. También así sucede con Jesús, sugiere el físico F. Russell Stannard de la England’s Open University. Jesús no debe ser visto como realmente Dios con apariencia humana, o como realmente humano pero actuando como divinidad, dice Stannard. Él era completamente ambas cosas. El encontrar estos paralelos puede hacer que alguna gente sienta, dice Polkinghorne, que ésta no es sólo una idea cristiana totalmente estrafalaria.
En cierto sentido, la ciencia y la religión nunca estarán verdaderamente reconciliadas. Quizás no deberían estarlo. El escenario contumaz de la ciencia es la eterna duda; el corazón de la religión es la fe. Seguramente tanto la gente de profundas convicciones religiosas como los grandes científicos tratan de comprender el mundo. En otro tiempo, la ciencia y la religión fueron vistas como dos formas, fundamentalmente diferentes, incluso antagónicas, de perseguir tal búsqueda, y la ciencia fue acusada de enterrar la fe y matar a Dios. Ahora, en cambio, puede que refuerce la fe. Y aunque no pueda probar la existencia de Dios, la ciencia podría susurrar a los creyentes dónde buscar lo divino.